Dibujo que me han regalado hoy por mi cumpleaños. Lo ha realizado Toni el exnovio de mi querido hijo Pablo el cual posó para hacer a mi amado Lestat. Como ven el chico tiene unas manos de oro y mi hijo repasó los contornos. En definitiva un gran regalo. Romanus ya me hizo uno las navidades pasadas y lo tengo colgado en el salón de la fama de mi otro blog. Gracias a ambos por regalarme un poco de vuestro arte.
Feliz Cumpleaños
Era mi onomástica aunque nadie lo recordó, mi vida era la de un cazador y no la de un noble. Mi padre nos había dejado en la ruina por su torpeza y cabezonería, ya solo nos quedaba el nombre. Mi madre soñaba con aquellos años en su Italia natal, los bailes de salón y la jovialidad que en esos momentos no poseía. Mis hermanos mayores me miraban con desprecio a pesar que comían gracias a mi trabajo. Yo era un joven que galopaba a lomos de su caballo expectante a una pieza para llevar a la mesa. Ese día cumplía veintiún años, nadie notó nada y menos yo. Tomé a los perros y decidí deambular por las tierras. Mis canes jamás me habían abandonado y eran lo poco que tenía junto a mis armas y el relinchar de mi jamelgo.
Mi rostro angelical, mis ojos claros y mis cabellos rubios de color paja mostraban realeza aunque mis ropas estuvieran raídas y llenas de mugre. Soñaba con salir del poblacho, dejar aquel castillo casi en ruinas y corretear por la capital del País. París me pertenecía, debía de ver al menos una vez sus teatros y las calles colapsadas por gente racional. En mi cabeza no había otra cosa que no fuera el futuro que allí me labraría. Una vez ya estuve a punto de conseguir mis sueños, una vez que se evaporó frente a mí. Me alisté a unos feriantes, un teatro ambulante, pero mis hermanos dieron conmigo y regresé a casa llorando como cuando me apartaron del monasterio. Yo quería aprender cosas, saber algo más que como acertar con el arco a un conejo o como enfrentarme a un día de hambruna.
No tenía ningún amigo por el momento, no me hacía falta porque siempre pensé que mejor era estar solo que mal acompañado. Me adentré lentamente por el poblado y varios se acercaron a mí. Aunque yo era el noble y ellos el populacho nuestras ropas eran igual de sucias. Me comunicaron que había unos lobos que atacaban al ganado, en el valle, y que yo debía de hacer algo inmediatamente. Asentí con la cabeza y tomé a mis perros, corrí hasta el cobertizo y tomé a mi hermoso caballo negro como la noche. Luego cogí mis armas y me eché al monte. En la llanura de las montañas, aun repletas de nieve, estaban las bestias con miradas feroces y decididas a dejarme muerto. Primero mandé a mis perros los cuales murieron ante mis ojos mientras yo embestía a varios que me atacaban. Pronto mi caballo quedó a merced de los lobos y solo uno quedó en pie junto a mí. Cuerpo a cuerpo que se solucionó con la muerte del animal. Jamás había matado así, la sangre caliente en mis manos me dio una sensación de semidios, si bien había perdido a mis compañeros de cacería. Había librado al pueblo del asalto de estas hambrientas alimañas y caminé por la nieve con la mirada perdida. Estaba empapado en sangre y mi rostro desencajado, olvidé por completo la fecha señalada en el calendario y me dediqué a pensar en el aullido de las bestias.
Al llegar a casa mi madre me miró serena aunque preocupada, mis hermanos creyeron que mentía y yo caí en la cama de mi habitación donde me había enclaustrado. Más tarde mi madre vino a verme, acarició mis cabellos y creyó mi historia ya que las gentes del pueblo hablaban sin cesar de mi hazaña. Yo me convertí en el hombre que mató a los lobos, en el matalobos, el hijo del señor Lioncourt. En ese instante dejé de ser un joven a ser un hombre y vi que mis sueños podían conseguirse si me empeñaba en ello. Días más tarde vinieron hombres del pueblo, nuevos ricos, con unas ofrendas por mi andanza. Los regalos consistían en una capa hecha con la piel de los lobos y unas botas. Hacía mucho que no estrenaba ropa y con ella parecía lo que realmente era, un noble. Junto a ellos vino un muchacho de mi edad, un tal Nicolás, el cual había estado en París donde aprendió a tocar el violín. Habíamos sido compañeros de escuela pero no llegó a ser un lazo fuerte hasta esos días. Pero eso es otra historia.
Hoy de nuevo me encuentro ante mi cumpleaños, deseo felicitarme a mi mismo y sonreír ante el gentío. Sé que estoy en medio del teatro de mis sueños, danzo como si fuera aquel joven Lestat que se cambió el apellido para dejar de ser noble y empezar a ser un proscrito.
Feliz, Feliz en tu día
Amiguito que Lucifer te bendiga
Que reine la noche en el día
Y que cumplas muchos más…
Hasta el fin de la eternidad.
Mi rostro angelical, mis ojos claros y mis cabellos rubios de color paja mostraban realeza aunque mis ropas estuvieran raídas y llenas de mugre. Soñaba con salir del poblacho, dejar aquel castillo casi en ruinas y corretear por la capital del País. París me pertenecía, debía de ver al menos una vez sus teatros y las calles colapsadas por gente racional. En mi cabeza no había otra cosa que no fuera el futuro que allí me labraría. Una vez ya estuve a punto de conseguir mis sueños, una vez que se evaporó frente a mí. Me alisté a unos feriantes, un teatro ambulante, pero mis hermanos dieron conmigo y regresé a casa llorando como cuando me apartaron del monasterio. Yo quería aprender cosas, saber algo más que como acertar con el arco a un conejo o como enfrentarme a un día de hambruna.
No tenía ningún amigo por el momento, no me hacía falta porque siempre pensé que mejor era estar solo que mal acompañado. Me adentré lentamente por el poblado y varios se acercaron a mí. Aunque yo era el noble y ellos el populacho nuestras ropas eran igual de sucias. Me comunicaron que había unos lobos que atacaban al ganado, en el valle, y que yo debía de hacer algo inmediatamente. Asentí con la cabeza y tomé a mis perros, corrí hasta el cobertizo y tomé a mi hermoso caballo negro como la noche. Luego cogí mis armas y me eché al monte. En la llanura de las montañas, aun repletas de nieve, estaban las bestias con miradas feroces y decididas a dejarme muerto. Primero mandé a mis perros los cuales murieron ante mis ojos mientras yo embestía a varios que me atacaban. Pronto mi caballo quedó a merced de los lobos y solo uno quedó en pie junto a mí. Cuerpo a cuerpo que se solucionó con la muerte del animal. Jamás había matado así, la sangre caliente en mis manos me dio una sensación de semidios, si bien había perdido a mis compañeros de cacería. Había librado al pueblo del asalto de estas hambrientas alimañas y caminé por la nieve con la mirada perdida. Estaba empapado en sangre y mi rostro desencajado, olvidé por completo la fecha señalada en el calendario y me dediqué a pensar en el aullido de las bestias.
Al llegar a casa mi madre me miró serena aunque preocupada, mis hermanos creyeron que mentía y yo caí en la cama de mi habitación donde me había enclaustrado. Más tarde mi madre vino a verme, acarició mis cabellos y creyó mi historia ya que las gentes del pueblo hablaban sin cesar de mi hazaña. Yo me convertí en el hombre que mató a los lobos, en el matalobos, el hijo del señor Lioncourt. En ese instante dejé de ser un joven a ser un hombre y vi que mis sueños podían conseguirse si me empeñaba en ello. Días más tarde vinieron hombres del pueblo, nuevos ricos, con unas ofrendas por mi andanza. Los regalos consistían en una capa hecha con la piel de los lobos y unas botas. Hacía mucho que no estrenaba ropa y con ella parecía lo que realmente era, un noble. Junto a ellos vino un muchacho de mi edad, un tal Nicolás, el cual había estado en París donde aprendió a tocar el violín. Habíamos sido compañeros de escuela pero no llegó a ser un lazo fuerte hasta esos días. Pero eso es otra historia.
Hoy de nuevo me encuentro ante mi cumpleaños, deseo felicitarme a mi mismo y sonreír ante el gentío. Sé que estoy en medio del teatro de mis sueños, danzo como si fuera aquel joven Lestat que se cambió el apellido para dejar de ser noble y empezar a ser un proscrito.
Feliz, Feliz en tu día
Amiguito que Lucifer te bendiga
Que reine la noche en el día
Y que cumplas muchos más…
Hasta el fin de la eternidad.
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