La Bella y La Bestia
Se encontraba parado en medio de un páramo sentado en silencio, su mirada contemplaba la rosa que se deshojaba en sus dedos mientras se lamentaba. Sus labios murmuraban algo, pero de su garganta no salía ningún sonido. El graznar de un cuervo rompía por completo la magia del lugar. Parecía un mundo a parte que no encajaba en ningún mapa del mundo.
Según una oscura leyenda un apuesto príncipe encontraría la felicidad para ser luego condenado a la amargura. Él se burló de todo, pensó que podría crear su propio camino y deambular sin miedo a nada. Valeroso, sensible y a la vez cruel construyó un hermoso lugar lleno de rosas. Era un castillo de piedra de claro de luna, con hermosas madreselvas y frondosas hayas que mecían sus ramas con la suave brisa. Lo creó para conquistar el amor, para enclaustrarlo y seducirlo mil veces cada noche. Sus sirvientes eran sus más y mejores allegados, ellos temían el triste final que podría conducir aquel deseo. Sin embargo él era feliz y hacía caso omiso.
Cada noche la música de un suave vals surcaba los salones, no había invitados y tan sólo estaba él danzando con una única persona. Decía que era delicado, dulce, fiel y halagador haciéndolo sentir completo, si bien nadie logró jamás verlo. Las carcajadas, las palabras de pasión y los pasos eran únicamente de él. Sus pobres aliados pensaron que había perdido la razón. La locura se inyectaba en sus venas cada noche mientras sus cabellos negros se pegaban a su sudosa frente. Tenía fiebre, una enfermedad le carcomía y le hacía ver lo que no había. Enfermó de amor, de un amor cruel provocado por un fantasma de elegantes ropajes.
Por las mañanas conversaba con su ayo, solía confesarle que aquel amor prohibido era su único ungüento ante la vida. El pobre hombre le miraba largamente y se apoyaba en su hombro sonriéndole con melancolía. Le pedía al joven que explicara como era aquel muchacho y el príncipe se deshacía en detalles. Solía decir que sus ojos eran cafés de toques selváticos, tez nívea, labios gruesos y deseables, una figura esbelta que se ajustaba bien a sus prendas junto a un cabello más oscuro que la propia noche. Decía que lo encontró un día de vigilia en medio del jardín, allí solía rogar al mundo un amante que no tuviera perjuicios a posarse en sus manos. Al principio pensó que era un muñeco, un hermoso muñeco de porcelana fina, pero luego se maravilló al ver que se movía y le besaba.
Seis meses más tarde apareció en sus aposentos, las lágrimas cubrían sus ojos, sus manos estaban sobre su corazón y una breve nota apareció junto al cuerpo. La letra no era muy legible, la caligrafía era pésima, sin embargo se podía leer “Olvídate de mí, te hago daño y en realidad tan sólo fui fruto de tu mente”. El muchacho no pudo sobrevivir a aquel impacto, cayó moribundo esperando recuperar el aliento que jamás volvió. Poco a poco la historia lo olvidó, el jardín se pudrió y el castillo por causas de guerras se derrumbó. Ahora es un páramo y aún su ánima sigue ahí, conversa a la luna porqué fue tan cruel al darle un amor que jamás obtuvo.
Confesaré que se me heló la sangre cuando conocí la historia, sin embargo todo se hizo aún más abrupto y cruel cuando me tocó vivirla. Maldito seas, malditas tus palabras y maldito tu silencio…
Se encontraba parado en medio de un páramo sentado en silencio, su mirada contemplaba la rosa que se deshojaba en sus dedos mientras se lamentaba. Sus labios murmuraban algo, pero de su garganta no salía ningún sonido. El graznar de un cuervo rompía por completo la magia del lugar. Parecía un mundo a parte que no encajaba en ningún mapa del mundo.
Según una oscura leyenda un apuesto príncipe encontraría la felicidad para ser luego condenado a la amargura. Él se burló de todo, pensó que podría crear su propio camino y deambular sin miedo a nada. Valeroso, sensible y a la vez cruel construyó un hermoso lugar lleno de rosas. Era un castillo de piedra de claro de luna, con hermosas madreselvas y frondosas hayas que mecían sus ramas con la suave brisa. Lo creó para conquistar el amor, para enclaustrarlo y seducirlo mil veces cada noche. Sus sirvientes eran sus más y mejores allegados, ellos temían el triste final que podría conducir aquel deseo. Sin embargo él era feliz y hacía caso omiso.
Cada noche la música de un suave vals surcaba los salones, no había invitados y tan sólo estaba él danzando con una única persona. Decía que era delicado, dulce, fiel y halagador haciéndolo sentir completo, si bien nadie logró jamás verlo. Las carcajadas, las palabras de pasión y los pasos eran únicamente de él. Sus pobres aliados pensaron que había perdido la razón. La locura se inyectaba en sus venas cada noche mientras sus cabellos negros se pegaban a su sudosa frente. Tenía fiebre, una enfermedad le carcomía y le hacía ver lo que no había. Enfermó de amor, de un amor cruel provocado por un fantasma de elegantes ropajes.
Por las mañanas conversaba con su ayo, solía confesarle que aquel amor prohibido era su único ungüento ante la vida. El pobre hombre le miraba largamente y se apoyaba en su hombro sonriéndole con melancolía. Le pedía al joven que explicara como era aquel muchacho y el príncipe se deshacía en detalles. Solía decir que sus ojos eran cafés de toques selváticos, tez nívea, labios gruesos y deseables, una figura esbelta que se ajustaba bien a sus prendas junto a un cabello más oscuro que la propia noche. Decía que lo encontró un día de vigilia en medio del jardín, allí solía rogar al mundo un amante que no tuviera perjuicios a posarse en sus manos. Al principio pensó que era un muñeco, un hermoso muñeco de porcelana fina, pero luego se maravilló al ver que se movía y le besaba.
Seis meses más tarde apareció en sus aposentos, las lágrimas cubrían sus ojos, sus manos estaban sobre su corazón y una breve nota apareció junto al cuerpo. La letra no era muy legible, la caligrafía era pésima, sin embargo se podía leer “Olvídate de mí, te hago daño y en realidad tan sólo fui fruto de tu mente”. El muchacho no pudo sobrevivir a aquel impacto, cayó moribundo esperando recuperar el aliento que jamás volvió. Poco a poco la historia lo olvidó, el jardín se pudrió y el castillo por causas de guerras se derrumbó. Ahora es un páramo y aún su ánima sigue ahí, conversa a la luna porqué fue tan cruel al darle un amor que jamás obtuvo.
Confesaré que se me heló la sangre cuando conocí la historia, sin embargo todo se hizo aún más abrupto y cruel cuando me tocó vivirla. Maldito seas, malditas tus palabras y maldito tu silencio…
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