Dormitaba en mis brazos y creía delirar. Era nuestra primera noche juntos, primera noche carnal. Le había tenido en mil ocasiones en un mundo de microchips, cables, imaginación y electricidad; un lugar demasiado virtual que me hacía romper en lágrimas. Pero allí estaba arropado con el foro de plumas y nada más, la ropa sobraba. Su expresión era dulce, en un sueño plácido, y jamás había podido observarle como un felino curioso. Sus rasgos eran magníficos, propio de una talla de maravillosa porte. Le recosté sobre mi pecho y dejé que sus cabellos rozaran mi torso, el aroma de su piel me enloquecía y deseaba volver a recorrerla con mis besos. Fuera llovía, más bien diluviaba, un invierno de los que hacen época y sin embargo nosotros estábamos dormitando aún en la cama. La noche anterior había sido un caos, la pasión desbordó nuestros límites y nos convertimos en dos bestias.
Habíamos conversado durante años tras una pantalla de ordenador, lanzábamos retos intelectuales y sobre ideales. Acabamos siendo hermanos, unidos en la lejanía con un vínculo increíble. Cuando uno de los dos sentía el pánico, necesidad de un hombro amigo o simplemente confesar un secreto allí estaba el otro a su encuentro. Me había dado consejos tan útiles como únicos. Muchos los guardaba en una carpeta junto a las charlas de filosofía, arte, historia o literatura. Realmente me avergonzaba mi actitud de niño, tan infantil y estúpida, ante la ilusión de ver sus palabras tan próximas como el roce de mi ropa. Me había regalado un dibujo, el primer regalo desinteresado de esa belleza. Temblé ante la pregunta común de si me amaría, si podría amarme aquel Dios y si era posible poder abrazarlo alguna vez. Soñaba despierto que me confesaba su amor y sobrevivía al día a día con ese mágico momento, si bien la realidad es dura y te hace despertar. A veces escribía poesía de amor dedicado a mis amantes, en realidad llevaban todas el sello de la locura que sentía por él. ¿Cómo no amar a un arcángel? Me había maldecido, me volvía débil si no estaba y un coloso si estaba jaleándome.
Frente al resto soy ese guerrero invicto, ese que lucha por sus deseos y los alcanza con facilidad. También el mago de la palabra o uno de los líderes de un clan, un clan de proscritos tan maravillosos como detestables según el prisma por donde se mire. Sin embargo si lo veía a él conectarse temblaba. No por cobardía, sino por necesidad. Podía ser todo un caballero y otras veces todo un guerrero, también un asesino y un déspota si hacía falta. Pero los enfados con él eran escasos y no al nivel que podía llegar con otros. Cuando me hablaba sobre sus estudios, yo le hablaba sobre los míos. Recuerdo una tarde que no fui a clases porque él estaba en esa pantalla, esa pequeña pantalla de un ordenador algo ajado pero útil. Si tenía problemas de red o simplemente la memoria se fundía yo clamaba a dios, me volvía un blasfemo de un dios muerto y lloraba por simples nervios. Sí, lloro tan sólo cuando rebaso un límite de estrés o dolor. Él ha conseguido que llore de felicidad, creo que es algo digno de alabanza. Al declararme por primera vez me sentía seguro de mi mismo, pero mientras lo hacía tiritaba.
Una mañana sucedió lo imposible y viví mi sueño de hadas. Él me confesaba su amor, un amor limpio que deseaba curar mis heridas. No sabía qué hacer o qué decir, si bien un te amo afloró rápido. Con otras parejas tuve que pensar, meditar si debía o no. Con muchas fui incapaz de decir esa palabra la primera semana y con ninguna he tenido tan claro que quiero envejecer al lado de su rostro. Ahora que lo contemplo con una respiración tranquila, nada agitada, puedo comprobar como se desplazan sus fosas nasales y como aprieta sus labios. Es una mueca dulce, dulce e imperceptible cuando está despierto.
Recuerdo aún la noche y siento escalofríos…
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