Era la mañana de mi enlace. No sé cual será el estado de todos los amantes ante la celebración, yo simplemente dudaba sobre si era conveniente comenzar tan pronto una unión como aquella. Ella parecía ilusionada, mis hermanas y mi madre estaban eufóricas junto a mi padre que bebía vino con la familia de mi prometida. Mi nuevo esclavo no andaba lejos, amordazado y siendo azotado por su comportamiento. Debía de ser adiestrado, que entendiera el lenguaje y sobretodo que fuera sumiso.
Cuando pisé el círculo ella entró bañada por una lluvia de pétalos. Sus cabellos estaban llenos de pequeñas flores que aún tenían rocío, su túnica era blanca e iba descalza. Yo estaba engalanado con una túnica roja y bordes dorados, en la cabeza tenía un laurel y el sacerdote hacía cánticos a los dioses. Había ofrendas a Baco, Ares, Artemisa, Zeus y otros dioses menores. Ceres tenía un gran cuenco de frutas y pan, querían que mi mujer fuera fértil como la tierra. Durante la ceremonia deseaba huir y esconderme en un hoyo bajo cientos de metros de tierra sobre mi cabeza.
En la celebración del banquete con los jabalíes, las manzanas, el vino y los centenares de manjares que repletaban las mesas me hacían sentir náuseas. Habíamos contratado una pequeña banda, nuestros amigos danzaban y los más ancianos tan sólo se dedicaban a brindar. Algunos niños correteaban jugando con una cometa y yo me deprimía sentado en un rincón. Ella venía a hablar, me incitaba a bailar o desearla, sin embargo no tenía ninguna motivación que me impulsara a levantarme.
Cuando llegó la noche nos dirigimos a nuestro nuevo hogar en las tierras de mi padre. Había construido un pequeño palacete de hermosas columnas de capiteles asombrosos, una fuente de la diosa Afrodita y varias habitaciones repletas de muebles. Los presentes de nuestros invitados eran figurillas de dioses, alfombras, pequeños jarrones o simplemente una botella de vino. Ella corrió a desnudarse frente a mí y me besó sensualmente, clamaba que la tomara allí mismo sobre una de las alfombras de cabra.
Tomé su cuerpo con mis manos, deslicé mis dedos por su figura desde sus pechos hasta sus nalgas mientras besaba sus labios. Bajé los párpados y me pregunté si podría estar con ella. Había intentado aquello con prostitutas y mujeres de otros hombres, sin embargo no conseguí ni una mísera erección. Entonces comencé a pensar en aquel cuerpo varonil aunque joven, sus ojos de fiera asustada y sus cabellos oscuros enredados en mis garras. Él, Amilcar, quien había traído de lejanas tierras para que fuera mi siervo. Mi entrepierna tuvo una reacción impredecible y los besos de mi amada comenzaron a tener sentido. La guié hasta nuestra alcoba y allí la hice mía. Alcé sus piernas y las até a mi espalda, sus manos se deslizaron en mis hombros y mi hombría se introdujo en sus entrañas. Me movía lentamente para llevar un ritmo brutal y único. Ella gemía y yo escuchaba la voz de mi esclavo. Al completar el rito ella parecía satisfecha aunque dolorida por ser la primera vez que conocía a un hombre.
Me quedé extasiado contemplando pensativo el techo y ella se arrojó sobre mi pecho. Se notaba su amor hacia mí, si bien mi mente estaba en otro lugar junto a un muchacho privado de todo, incluso de su escasa humanidad. El sueño entró en mí poco a poco después de un tiempo, pero uno de mis trabajadores me comentaron que se había fugado mi trofeo. Había salido de la cama no llevaba apenas nada de ropa, me preparé en un instante y correteé toda la finca sobre mi yegua. Cuando lo encontré era casi el alba y tiritaba de frío bajo un olivo. Me quité parte del abrigo que tenía y se lo eché por los hombros, para luego comenzar a besarle suavemente sobre sus labios. Él me miró desconcertado, con temor y pude notar sus heridas.
-Si fueras un buen esclavo no te pasaría nada.-Comenté bajando mi mano hasta su entrepierna.-Nada.-Murmuré comenzando a acariciarlo.-Eres valioso y no quiero dañarte más, no sé si me entiendes pero tienes que obedecer.-Susurré mientras notaba que se excitaba con aquel roce.
-Déjeme.-Suplicó. Era la primera vez que escuchaba su voz y en un correcto latín.-Conozco su mundo, entiendo su lengua, si bien no quiero estar en este lugar ni un instante más.-Comentó clavando su mirada en mí.
-Eres mi esclavo, no puedo dejarte ir.-Dije divertido al saber que me comprendía.-¿Cómo sabes latín?-Pregunté curioso.
-Soy el hijo del jefe de mi poblado, deberían dejarme marchar para saber cómo se encuentra mi pueblo.-Respondió apoyando su mano sobre la mía.-Lo sé porque aprendí a escucharos desde pequeño, es más fácil que la mía materna.-Intentó zafarse.
-Tu pueblo ya no existe.-Mascullé arrojándome sobre él y dos de mis dedos se clavaron en sus nalgas.-Ahora tu pueblo es Roma y tu jefe yo.-Dije excitado mientras lamía su cuello para morder su oreja derecha. Tembló y noté su total erección.-Eso es, todo para tu líder.-Susurré apartando mi mano de su interior para que mi miembro palpara aquel elixir de sensaciones. Mis movimientos eran rítmicos, pausados y en ocasiones rápidos. Sus piernas se alzaban mientras hundía sus dedos en la tierra. Comencé a jadear sin remedio por culpa del sexo; él gemía, aunque intentaba aparentar que no sentía la lujuria corroer cada centímetro de su cuerpo.-Grita como una zorra, como lo que eres.-Dije esto y él eyaculó para caer rendido sobre el tronco del árbol. Yo me moví rápido para hacerlo en un vaivén enloquecedor.
Después de aquello lo arropé y lo subí a mi montura, comenzamos a cabalgar despacio mientras aparecía el sol en el horizonte.
-Tienes una mujer, sin embargo me usas, no comprendo.-Dijo antes de desmayarse por las heridas. Entonces le besé en la frente y le arrojé en la cabaña de los esclavos.
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