lunes, 26 de noviembre de 2007

Diario





Ciudad del Mañana



parte I



Pasada la media noche saltaba la alarma, alguien había quebrado el toque de queda. En medio del entramado de calles sin luz se encontraba un joven corriendo por aquel poblado fantasmagórico. Su ropa se difuminaba con la oscuridad que reinaba y rozaban con los muros de los edificios más emblemáticos. Pronto el sonido de la sirena cesó, sus pisadas se escucharon junto a su aliento hasta que los primeros tiros comenzaron. Las balas sacudían las fachadas y él corría como si su alma estuviera en manos del diablo. Cómo partió el candado de un edificio abandonado y allí se hospedó oculto entre las sombras. Sus ojos brillaban entre los cascotes de lo que fue un emporio tecnológico. Aún había ordenadores del año dos mil diez, viejas antiguallas, y alguna que otra mesa junto a chirriantes asientos homologados que en su época eran de élite.

Hacía más de una década que la represión había aumentado no sólo en la ciudad, ni en el país, sino en todo el mundo. Se perseguía a todo aquel que se saltara el toque de queda y era casi imposible caminar sin ser observado por una cámara. Era el Gran Hermano colectivo y podías notar un escalofrío recorrer tu columna vertebral al sentir millones de miradas. Hicieras lo que hicieras te iban a filmar. En cada papelera, en cada asiento del autobús, en las escasas zonas verdes o en el cuarto de baño. Se perseguía a todo aquel que fuera en contra de las normas autoritarias de un gabinete de gobierno para nada democrático. En vez de cuidar al trabajador fomentaban la explotación laboral, la contaminación e incluso el reparto desigual de los impuestos. Se perseguían a todos los rebeldes que lucharan por sobrevivir, si sacabas la cabeza fuera de la pecera te ponían ante un panel de fusilamiento. En esta era no hay robots que ayudan al hombre en sus tareas, es más, apenas hay luz eléctrica ya que es una forma de represión empleada por el gobierno. Las evoluciones tecnológicas tan sólo estaban en las manos del Estado, estas a su vez en la milicia para tácticas militares de alto nivel. Te podían enseñar a destrozar a tu enemigo de mil formas distintas, pero no a cómo ayudar a alguien con cáncer aunque existía la cura.

Ese joven era uno de los mutantes que habitaban en las alcantarillas. Mutante por culpa de los secretos de laboratorio a favor de la raza humana. Era un felino, su mirada era la de un gato y también su agilidad. Había nacido en el dos mil cuarenta, es decir, hace tan sólo veinte años escasos. No conocía el viejo mundo, aquel donde se luchaba por la igualdad y la utopía era otra bien distinta a la que se perseguía hoy. Le llamaban pantera o experimento XYD2040/08. No conocía otro lugar que el salón de experimentos hasta ese preciso instante. Se había escabullido en mitad de la noche y se dedicaba a deambular buscando comida en los contenedores de basura, sin embargo ni las ratas tenían esa suerte.

La patrulla de búsqueda no cesaba, giraban alrededor de la zona y él temblaba prediciendo el final que tendría. Las ropas se las había robado a un joven quitándosela del tendedero. Era un abrigo negro, unos pantalones vaqueros caídos y una camiseta blanca de tirantas. Jamás había saboreado que era la libertad y aunque era tentadora le atemorizaba. Se quedó recostado sobre una de las viejas mesas mientras intentaba relajar su mente.

La mañana apareció entre gases tóxicos de la fábrica principal de combustibles, el río llevaba nuevamente los residuos a los embalses y la hilera de almas en pena fichaban en el trabajo sus nuevas diez horas de fuerte jornada. Él despertaba y se estiraba mientras se bajaba de aquel mueble de un pasado glorioso. Salió a la calle y se encontró con otros como él, sin embargo todos marchaban casi al unísono hacia sus puestos. Pocos eran los que deambulaban libremente y nulos los que se dejaban caer contra la pared para contemplar el cielo gris. El sol a duras penas podía penetrar en esa nube de polución. Tosió y alzó las solapas del abrigo. Comenzó a caminar observando al resto e imitándolos, sin embargo él no tenía lugar donde llegar. Entonces una mano lo agarró en medio de aquella maraña.

-¡¿Qué diablos?!-Exclamó un muchacho de cabellos pelirrojos y ojos azules.-¿No sabes a lo que te enfrentas?-Preguntó.

-Déjale Eric, este no sabe ni lo frágil que es el suelo donde pisa.-Respondió una figura robusta que emergía desde el fondo del callejón.-Disculpe a mi amigo, no tiene modales.-Masculló mientras un chasquido resonó en sus pisadas.-Soy Marcus, él es Eric y ya conocerás a Egea.-Marcó cada palabra con un acento peculiar, muy conocido y a la vez nuevo.-Yo te conozco, eres Pantera.-Murmuró.-Te vi nacer, jamás olvido un aroma.-Dijo dejando a la luz su rostro. Su cabellera espesa de león, sus ojos y rasgos felinos le deslumbraron.-Soy León, pero me gusta más Marcus.-Rió amablemente y posó sus manos sobre las de nuestro joven amigo.-Te llamaremos Sebastián.-Sonrió alzando su mentón.-No me irá estar con otro felino después de estar junto a una loba y a un perro patético que sólo gruñe.-Dijo clavando sus ojos en los del pelirrojo.

-Cuidado con lo que dices, tengo genes de Gran Danés.-Comentó cruzándose de brazos.

-Huelo a gato.-Masculló una mujer espectacular de cabellos oscuros, ojos miel y sensuales curvas.-Pero que tenemos aquí, un minino para el rey.-Bromeó descaradamente llevándose la mano a la boca. Acababa de llegar y estaba en la salida de la callejuela.-Me llamo Egea.-Susurró dulcemente mientras acariciaba el rostro de Sebastián.

-¿Quiénes sois?-Balbuceó alejándose de los tres individuos.

-Experimentos como tú.-Respondió Marcus.

-¿Por qué me ayudáis?-Interrogó apretando los puños, tanto que pudo sentir sus uñas clavarse en el dorso de sus manos.

-Es la regla.-Dijo el muchacho, el perro o lo que fuera aquella cosa de ojos infantiles.

-Reglas…-Tartamudeó la pequeña pantera.

-Sí querido, tenemos reglas. Aunque yo te daré un ovillo de lana para que juguetees con él.-Comentó la loba apoyando su brazo sobre Marcus en gesto de que era su macho, de que se alejara de él.

-Deja al chico en paz.-Gruñó el rubio haciendo que ella se alejara de él.

-Mejor te mando al león, querrá darte mimos.-Comentó herida en su orgullo para deslizarse hasta el fondo de aquel pasadizo.

-Acompáñanos, te daremos refugio.-Susurró tomándolo del brazo aquel viejo león.

[Un mes después]

Le habían adiestrado a manejar armas de cualquier tipo, a saber golpear y defenderse. Estaba listo, preparado para la vida lejos de los muros de aquella fábrica de golosinas abandonada. Eric solía jugar al solitario mientras un cigarrillo se movía por sus juveniles labios, tenía un aspecto aniñado a pesar de tener veinte años. Egea odiaba cada vez más a Sebastián, le estaba quitando a su macho. Marcus ayudaba al nuevo felino de la jauría. Solían salir de noche a cazar, robar o simplemente esquivar a las patrullas. Un día cualquiera, en una noche cualquiera, llevó Sebastián a su maestro al lugar donde había permanecido aquella noche. Conversaron de mil asuntos, sobretodo de utopías y arte. Aquella pequeña pantera ronroneaba de felicidad ante las maravillas que le contaban.

-Egea me odia.-Masculló.

-Lo sé.-Respondió sonriendo.

-Debería marcharme.-Dijo apoyando su cabeza a la pared.

-No te doy ni dos días vivo si te alejas de nosotros.-Comentó clavando su mirada en él.

-No sé porqué me odia.-Respondió bajando los párpados y dejando caer sus piernas en forma de cruz sobre una de las mesas.

-Porque teme que le quites a su macho, aunque este no sea de su especie.- Respondió.

-Es estúpido.-Masculló dolido.

-No lo es, ella es mi compañera sin embargo siempre le he dicho que no la amo. Acepté estar a su lado por complacer un capricho, desde el primer instante sabía que no la deseaba.-Susurró caminando hacia el joven como si fuera una presa.

-¿Qué quieres decir con esto?-Preguntó sin saber bien qué quería decirle aquel león humano.

-Se mi compañero.-Indicó besando dulcemente sus labios.

CONTINUARÁ.

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