viernes, 28 de diciembre de 2007

Apache






Fue un pueblo en continua guerra desde la entrada de los españoles, eran unos invasores que decían ser los dueños de todo lo que se podía ver. Eran una tribu poderosa, guerrera y sabia. Sus asentamientos más importantes estaban en Nuevo México, Oklahoma y Arizona. Se relacionaban con los Navajos y los Kiowas. La religión que seguían era el chamanismo y yo fui uno de sus guías. Sí, era hijo de un pueblo nativo americano llamado Apache. Sé que poco o nada se conoce a ciencia cierta de lo que es mi pueblo, muchas leyendas y baños de sangre. La verdad, o la realidad del asunto, es bien distinta. Nosotros alzamos las armas a una invasión, a un sufrimiento de una herida que abrió el hombre blanco, no por naturaleza. Somos y fuimos siempre un pueblo fuerte.

Yo era el Chaman de la tribu y en mí recaía la sabiduría de la experiencia. La religión y las enfermedades eran lo que debía atender más a menudo. Festivales para que los dioses estuvieran en paz, pequeñas invocaciones y curas de heridas con hierbas medicinales que mi padre me había enseñado a elegir. Era joven, un hombre de veinte años, y ya era tomado como un sabio, alguien que podía conversar con los dioses y traerles la fortuna. Adoraba a mi pueblo y él me adoraba a mí, pero eso cambiaría radicalmente.

Cierta noche que fui al lago cercano a recoger algo de agua y unas hiervas me encontré con un joven herido, no era de nuestro pueblo y mucho menos de nuestra raza. Rubio de ojos claros, piel suave y de rayo de luna, rasgos ambiguos y frágiles. No le di más de diecisiete años y me apiadé de él. Había caído en una de las trampas cercanas para los animales de mayor tamaño. Su pierna estaba dañada y preparé el ungüento intentando que no temiera. Él seguramente pensaba que iba a ser asesinado, como hacían los suyos con los míos, sin embargo intenté tranquilizando cantando un himno a los dioses de los árboles, de las aguas y del cielo.

“Hermanos míos, Padres de la tierra y el agua, venid a mi para la lucha de la vida. Sed bienvenidos en mi compañía y la de mi pueblo. Hermanos míos, Padres de la Luz y la Noche, acompañadme hasta la victoria de la supervivencia. Sana a este hombre, sana sus heridas, con amor como una madre mece a su criatura. Padres de la tierra que vieron a mis ancestros nacer acariciar las heridas como una loba lame las suyas. Su sangre es parte de la tierra en la que las flores germinan, pues de ella viene, igual que la mía. Sana sus heridas, no hagas que se destruya una nueva flor que germina. Hermanos míos, Hermanos de todo lo que esta tierra abarca. Clamo a mis ancestros que en las estrellas me guardan, que en el viento me susurran, que en mis palabras se enlazan…clamo a la verdad, a la calma…Clamo porque el dolor se extinga.”

Sabía la lengua de su pueblo, era uno de mis deberes, ya que me reunía con ellos junto a los líderes de mi raza para intentar buscar soluciones.

-No te haré daño, no busco guerra, sino sanarte.-Dije lavando la herida con un poco de agua fresca.

-Como no vas a hacerlo, eres una bestia.-Respondió intentando apartarse en vano.

-Yo no he caído en el cepo.-Comenté riendo.-Torpe.-Mascullé para introducir en mi boca las hojas, tenía que masticarlas para que sirviera.-Escocerá.-Dije tras sacar escupir la masa sobre su pierna. Un gesto de dolor se formó en su cara y una lágrima emergió de sus ojos, sin embargo no emitió ni un sonido.-No eres tan diferente a los orgullosos de mis hermanos.-Mascullé rasgando sus ropas para preparar una venda improvisada.

-Gracias.-Murmuró cuando vio que mis intenciones no eran la de quitarle la vida, sino la de reconfortarle y cuidar sus heridas.

-No hay de que, un buen samaritano haría lo mismo con cualquier enfermo fuera cual fuera su raza.-Dije recogiendo mis cosas para marcharme al poblado.

-Me llamo John.-Respondió así a mis palabras, con su nombre, haciéndome girar y mirarle detenidamente.

-Dajunne.-Dije dejándole allí, sin escuchar más, quería volver a mi tienda y olvidar el incidente. Sabía que aquello estaba bien en tiempos de paz, pero no en medio de una lucha encarnizada.

Durante días estuve pensando el muchacho del lago, incluso cuando me dieron en matrimonio a una de las chicas del poblado. Me sentía afortunado, pero aquellos ojos de color de cielo me hacían evadirme de mis asuntos. Me pregunté mil veces si habría llegado bien a su hogar, qué hacía en aquel lugar tan próximo a nuestro asentamiento y porqué me dijo su nombre si no deseaba saberlo. Si Shi-Kha-She no lo permitiría, una amistad entre nativos y blancos, si bien yo quería enlazar mis brazos con los suyos y saber qué era de su dolor.

Esto era tan sólo el inicio de algo extraño, algo tan extraño como ver al padre sol en medio de la noche.

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