¿Quién no conoce el renacimiento italiano? Comenzó a finales del siglo XIV hasta el 1600 y fue puente hacia la edad moderna desde la edad media. Aunque los orígenes del movimiento eran literario, el esfuerzo intelectual y de los singulares mecenas hizo que se expandiera como la pólvora. Cientos de los aspectos medievales permanecían en la cultura italiana y el Renacimiento no se desarrolló totalmente hasta fin de siglo. Comenzó en la Toscana y tuvo como centro la ciudad de Florencia, junto a la de Siena; después tendría un desarrollo impactante en Roma, que fue ornamentada con algunos edificios en el estilo antiguo. Es una lástima que este esfuerzo en Roma se viera destruido por la iglesia católica. El renacimiento no podría tener sentido sin sus orígenes y estos fueron la cultura clásica, por ello en Italia se desarrolló con gran esplendor y magnificencia. En esta época de esplendor, de maravilla intelectual, tuvo lugar mi nacimiento.
Era un muchacho andrajoso de aspecto delicado y mirada de estúpido iluso. Mis padres me inculcaron su fe a base de golpes hasta hacerme ingresar en el clero. Los monjes vieron que mis manos eran asombrosamente habilidosas; entonces decidieron que yo sería quien engalanara el monasterio, las iglesias del alrededor y los manuscritos a base de mis dibujos. Tomaron la iniciativa de hacer que un muchacho me impartiera clases. A pesar de su juventud tenía un don, don que ellos también venían en mí.
Él era un hombre de aspecto presuntuoso, sensual y bastante aguerrido. Sus manos eran grandes y finas, sus cabellos rojizos caían por sus hombros hasta rozar su cintura. Lo que más llamaba la atención era su piel y su mirada de ojos color ámbar. Sin duda un hombre elegante, controvertido, extrovertido y bastante habilidoso. Se llamaba Gabriel y firmaba como El Romano. Estaba orgulloso de su ciudad, de su pasado histórico y sobretodo de la belleza de sus noches. Sin embargo veía que algo le anclaba a la tristeza, sonreía pero no tenía magia en sus facciones. Tan sólo lo veía en paz cuando trazaba las siluetas de las vírgenes, sensuales y tan eróticas que en vez de rezarlas otros las tomaría como una mujer de una noche. Los monjes no veían estas obras y tan sólo conocían los Jesús de Nazaret de aspecto bondadoso, aunque también el hijo de Dios tenía connotaciones sexuales y sobretodo homosexuales. Una vez reía mientras pintaba un ángel desnudo masturbándose ante el ojo divino. Él se convirtió en mi hermano mayor, mi familia y confidente. Fue a quien le confesé mi rotundo odio hacia las mujeres, las odiaba por culpa de mi madre y mi abuela. Ellas jamás hicieron nada por mí y la que me trajo al mundo me apaleaba a diario. En mi cuerpo juvenil tenía marcas de latigazos, arañazos mal sanados y marcas de costuras por culpa de un navajazo.
Yo era un muchacho de aspecto débil, como he dicho, y él me hizo dejarme crecer los cabellos. Hacía lo que él me pedía y un día me entregué a Gabriel, también lo hice a la locura y al deseo. Había aceptado mis votos de pobreza y castidad, tenía que amar a dios por encima de todas las cosas y mostrar bondad. Sería uno de los escribas y pintores del monasterio, si bien la vida me depararía otros placeres más apetecibles.
Como he dicho era el día más especial de mi desdichada vida, o al menos tenía que serlo. Cuando llegué a su casa no estaba, lo busqué por la ciudad y lo hallé casi al alba postrado sobre los escalones de la catedral. Lloraba y sus ojos emanaban riachuelos de color sangre. Me senté a su lado e intenté limpiar su rostro mientras lo apoyaba sobre mis rodillas. Su tez fina y clara estaba embadurnada por culpa de la sangre. Él me abrazó rodeándome con sus fuertes brazos y noté sus labios sobre mi cuello. Susurraba algo que no entendía, era en un tono demasiado bajo y mi latín aún no era todo lo bueno que debía ser. Terminé por levantarlo como pude de los escalones y arrastrarlo hasta su hogar. Me tambaleaba con él sobre mi espalda y sentí un gran alivio al dejarlo sobre el colchón de paja que tenía en su cama.
-Maestro.-Susurré asustado.-¿Qué os ocurre?-Murmuré intentando contener mis lágrimas.-¿Está enfermo?-Pregunté alzando su rostro para clavar mis ojos grises en los suyos.
-Sucede que estoy cansado de vivir, soy demasiado viejo para soportar esta locura. Quiero tumbarme en mi ataúd y cerrar los ojos para no abrirlos más. Lo iba a hacer hace mucho tiempo, pero viniste a mí con tus encantos. Ahora debes ser fiel a lo que has prometido, alejarte de mí y yo moriré en la desesperación. No quiero que te marches a un recinto donde te vas a pudrir. Tu juventud se la llevará los años y morirás, mientras yo viviré soñando con tenerte. Estoy harto de todo, harto de ser paciente y que vuelvas tu rostro hacia mí.-Comentó sin entenderle demasiado bien.-Lo que intento decirte es que quiero que seas mío, devorarte entre las sábanas de esta cama y que tu cuerpo sea el lienzo de los manjares de la carne.-En ese instante temblé y bajo mi sotana se notó una minúscula erección, que él no dudó en acariciar sobre el tejido.
-Gabriel.-Titubeé agarrándome a la madera del cabezal y del somier.
-Andrei vas a ser mío y no de Dios.-Entonces se levantó y me arrancó las ropas, dejándome desnudo en cuestión de segundos.
Mi corazón estaba desbocado y aquello tan sólo existía en mis sueños, en los más dulces y eróticos. Busqué instintivamente su boca y percibí entonces sus colmillos haciéndome que me apartara.
-Eres un demonio.-Comenté preocupado.
-Soy un vampiro, un humano eterno.-Respondió arrojando sus prendas a un lado de la habitación.
-Tómame.-Dije arrojándome al colchón para sentir luego el peso de su cuerpo.
Sus manos me acariciaban como si fuera una de sus esculturas a barro, se deslizaban por mi pecho hasta mi vientre y después hasta la entrada de mis nalgas. Al sentir en esa zona sus caricias noté que mi miembro reaccionaba excitado. Cuando introdujo uno de sus dedos en mí me miró divertido y me cortó la respiración con un beso salvaje. Sus dientes atrapaban mis labios y tiraban de ellos, su lengua se desbocaba en mi boca y su saliva saciaba la sed que sentía. Mi cuerpo comenzaba a arder y el calor a emanar de mí. Sudaba bajo su figura y su mirada me destrozaba aplastándome contra la almohada. Yo no hacía nada, tan sólo me dejaba guiar y usar a la vez. Abrí bien mis piernas, eso le llevó a dejarse de juegos y sumergirse en mí. Su miembro entró deslizándose con dificultad, necesitó tres intentos para cruzar la barrera y tocar las profundidades de mi interior. Sus cabellos rozaban mi pecho mientras lo besaba y entonces comenzó a moverse con fuerza. Gritaba de placer y dolor, sentía que me rompía en dos y él disfrutaba. Sonreía encantado y jadeaba. Cuando se apoyó sobre el cabezal supe que iba a aumentar el ritmo de una forma frenética. Mis piernas estaban alzadas de tal forma que parte de mi espalda estaba despegada de la cama. Apoyó en ese momento mis piernas sobre los hombros y comenzó a moverse velozmente. El placer inundaba cada milímetro de mi alma e hizo que mi esencia manchara mi vientre, además de parte de su torso. Sus caderas llevaban un baile frenético y yo ya estaba saciado, sin embargo gemía arañando el techo con el volumen de mi voz. Entonces de su garganta emanó un grito de exclamación de poder, livinidosidad y satisfacción. En esa milésima de segundo sentí su que se vertía dentro de mí, su esencia cálida se pegaba a las paredes de mi entrada y sonreía eufórico por el trabajo bien hecho.
-Eres mío.-Dijo mostrando sus dientes para clavarlos en mi cuello. Bebió de mí con una ferocidad pasmosa para después darme a beber de su muñeca. Me convirtió en ese mismo instante y yo me convertí en un inmortal.
Durante un año me convertí en fiel de sus caricias, el sexo se volvió necesidad y cuando él se negaba a dármelo como señal de castigo lo buscaba en otros. Me convertí en la puta de Roma. Mis compañeros de convento no sólo hacían oídos sordos, sino que venían a mi alcoba en busca del hombre que jamás se saciaba. Una noche corrí en busca de Gabriel para mostrarle un dibujo que realicé de su cuerpo desnudo y no estaba. Se había marchado, no dejó si quiera una nota y pensé que quizás era otro de sus enfados. Comencé a llorar culpando de ese frenesí, que era como un canto de sirena, y que en vez de callarlo lo saciaba. Él me abandonó, me había dejado y hasta hace unas horas no había vuelto a verlo. Apareció de repente en mi cama abrazándome, haciendo que sintiera su aroma y yo caía en sus redes a pesar que había jurado fidelidad a un muchacho.
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